Perder. Pero perder qué. Si nunca te tuve. Es más, ni quise
tenerte. Esto no es de posesión. Aquí nadie es de nadie. Si al caso vamos
hubiera querido poseerte más pero en la cama. Y no hay pretexto, no se pudo y
se acabó. Pero volvamos al ‘perder’. Si de perder se tratara lo que perdí fue
el partido, y ni el partido porque más bien el Profe no me dejó entrar ni a la
cancha. Me dio chance unos días para calentar y ver mi juego en el terreno, y
después decidió que mejor no me iba a meter; que siempre no. Como Hugo Sánchez
en el ’94, como Luis García en el ’98, como Palencia en el ’02. Y qué chistoso,
a ti te caga el futbol –or something– y yo que soy buenísimo para hacer
metáforas y comparaciones estúpidas con este hermoso deporte. Gol. Ahí va el
primero. Tiré desde fuera del área y la puse en el ángulo. Como cuando Israel
Castro apretó los dientes y mandó un derechazo imparable aquel miércoles en el
Azteca. Tiempo. Si te da flojera leerlo puedes hacer bolita este papel y
patearlo al bote de basura para que veas qué bonito se siente anotar. Pero si
quieres seguir leyendo, aquí te va el segundo. Golazo. Estabas parada enfrente
de la portería y no pudiste meter ni las manos. Al contrario, abriste la puerta
y la bola entró suave, en cámara lenta, como cuando repiten los goles en la
televisión con cámaras sofisticadas. Así. Sin saber cómo es esto, tú misma
entendiste que había sido una joya, tanto que tu corazón se aceleró; latió a
120. Que me pregunten, yo estuve ahí; vi tu impresión; lo toqué. Pero a mí las
canchas desconocidas no me asustan, ahí es donde juego mejor. Soy como el
‘Cabrito’ en el ’98. Jamás había ido a Europa, pero apenas pisó Francia le
pintó la cara a todos los que quisieron pararlo. Y casi anota gol contra
Alemania. Mira nada más: él chaparro y los teutones altos; yo 1.68 y tú 1.73;
él casi anota y yo también; casi. Pero volvamos. Y vaya si es irónico todo, que
esa misma noche hasta ‘jugamos’ futbolito; así: ‘jugamos’, porque lo que pasó
después ya no fue un juego, fue un partido de a de veras. Nada más que no
acabamos porque había mucho público. Qué ironía, todo mundo quiere disputar sus
encuentros con el estadio lleno, y nosotros lo quisimos hacer a puerta cerrada.
Y ahí fue donde me ganó el amor a la camiseta. Porque ¿no está acaso el escudo
en la playera justo del lado del corazón? Era una cuestión lógica. Para qué
preguntas. Pero preguntaste, porque también se vale sentir nervios antes de
entrar a la cancha. Si no sientes nervios, estás perdido. Perdiste las ganas,
el sabor, el ‘feeling’, el miedo. Que no todos los miedos son malos, nomás no
hay que dejar que nos coman. Porque no es lo mismo perder las ganas de jugar
que tener miedo a jugar; y a mí se me hace que lo tuyo es el miedo; las ganas
si las vi; se te salieron naturales. Y cuando te diste cuenta mejor las
escondiste; o las quisiste esconder, nomás que no te salió bien. Porque conmigo
siempre dan ganas de jugar. Así soy, tengo ese don para inspirar el juego. Pero
como al buen seguidor de la Fuerza, a ti el miedo te llevó a la duda, la duda a
la ansiedad, y la ansiedad al Lado Oscuro, y buenas noches. Se acabó el
partido. Aquí no hay más goles. No hay entrenamientos. El Profe en su cancha y
el jugador a la banca. Es una cuestión natural en esto del futbol. Si no sabré
yo que tengo años jugando. Pero volvamos a ‘lo otro’. A nosotros los de ‘ya
merito’. Y ‘ya merito’ porque ya casi pero no entré. No me quedé en el equipo.
Y tan bien que lo hubiera hecho. Se me da, pues. Pero ahí le dejo el balón,
Profe. Para que tenga qué patear de vez en cuando. La camiseta me la llevo yo,
como recuerdo, pues. No vaya a ser que algún día me ofrezcan jugar otra vez, y
no tenga qué ponerme.
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